“Cuando uno no
tiene conocimiento de los daños, uno puede respirar aire contaminado y pensar
que es cotidiano”
La fundición ha sido la razón de ser de La Oroya desde 1922. La ciudad
ha crecido alrededor del complejo metalúrgico y ha aceptado pasivamente el
costo del “progreso” poniendo en riesgo su salud. Cuando Doe Run Perú compró
el complejo metalúrgico a Centromín Perú en 1997 prometió cumplir con
el Programa de Adecuación Medio Ambiental (PAMA) en diez años, sin embargo no
cumplió con los plazos previstos. Hoy, los niños de La Oroya sufren de múltiples
dolencias. Tienen problemas en los riñones y el hígado, tienen caries, el
esmalte de los dientes se les torna color negruzco por el plomo.
En el 2005, 65 pobladores de La Oroya demandaron al Estado Peruano
ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por ser víctimas de
la contaminación por parte de Doe Run y, ante la indiferencia del Estado, solicitaron medidas cautelares para proteger
su derecho a la salud. Dos de los afectados por la contaminación murieron antes
de ver el final del proceso.
Las toneladas de humo tóxico que despedía la chimenea de la fundición
de Doe Run los estaba matando lentamente. Sus hijos sufrían de bronquitis, les
empezaron a salir alergias y manchas en la piel, tenían dolencias en el hígado
y los riñones. Se hicieron numerosos estudios que reportaban que sus niños
tenían altos niveles de plomo en la sangre. Periodistas de todo el mundo
llegaban a La Oroya, a una de las ciudades más contaminadas del mundo –a sólo
174 kilometros de Lima-, para reportar los excesos de la contaminación, los
impactos y estragos en la población por parte de la empresa del multimillonario
Ira Rennert.
Para los afectados, el Estado siempre
estuvo ausente. Luego de chequeos
médicos a vuelo de pájaro, de diagnósticos incompletos en centros de salud de
Lima, no recibieron ningún tipo de tratamiento del Ministerio de Salud.
Volvieron a La Oroya sólo con los resultados de sus análisis de sangre y con la
certeza de que estaban intoxicados con plomo, arsénico, cadmio, dióxido de
azufre, y otros tóxicos de la fundición. Encontramos a varios de ellos en La
Oroya. La gran mayoría no quiso hablar por temor a represalias, los que
aceptaron lo hicieron de manera anónima. Para muchos pobladores de La Oroya
defender el derecho a la salud y a un ambiente sano puede significar
señalamientos y hostigamientos, el clima es hostil si se habla de estos
derechos.
La zona conocida como La Oroya Antigua ha sido la más perjudicada por
la emisión diaria de los gases tóxicos que durante 24 horas al día arrojaba la
chimenea de la fundición. “Usted no sabe cómo era caminar por aquí. Vivíamos
prácticamente como en una cámara de gas. Te ardía la garganta, los ojos”, dice
M.C. un técnico dental que forma parte
del grupo de afectados que decidieron denunciar al Estado. Tal decisión le
costó caro: “Cuando camino por las calles la gente me dice: tú quieres que la
fundición se cierre, ya deja de molestar, vete de La Oroya”.
Nos hace escuchar las grabaciones de un programa radial local, el
locutor dice al aire que M.C. hace firmar planillones para que no se amplíe el
PAMA de Doe Run, que es un ambientalista radical, que recibe mucho dinero por la
campaña contra la fundición. “Por eso pedí garantías por mí y mi familia”. Relata
que cuando una de sus hijas tenía dos
años comenzó a convulsionar sin razón aparente. Le salieron sarpullidos en la
piel, verrugas en la espalda y las manos. Tenía 32 ug/dl (microgramos por
decilitro) de plomo en sangre, cuando la Organización Mundial de la Salud advierte que el máximo nivel de riesgo es 10.
“Los médicos de La Oroya nos recomendaban que teníamos que lavarle las manos a
nuestros hijos, que debíamos alimentarlos bien y problema solucionado. Nos
recomendaban sacarlos de La Oroya, alejarlos de la fundición. Pero mi casa y mi
vida están aquí. No había forma de moverme”, dice M.C.
Un rasgo común de los afectados es que se muestran escépticos ante las
evaluaciones y recomendaciones de los centros de salud de la zona. “La gente
piensa que la empresa manipula todos los
resultados. Sienten que en La Oroya los médicos no dicen la verdad y que se
reservan el diagnóstico real”, dice Astrid Puentes, sub directora de la
Asociación Interamericana para la Defensa del Ambiente (AIDA) de México. Esta
ONG, junto a la Sociedad Peruana de Derecho Ambiental SPDA, y otros juristas
peruanos, asesoraron a los afectados de
La Oroya llevando el caso ante la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos. “Desde 1996 asesoramos a este
grupo de personas para que se cumpliera la Ley de Salud, para que mejore la calidad
del aire y se hiciera algo con la contaminación del suelo de La Oroya. Diez
años después (2006) el Tribunal Constitucional Peruano falló a favor de los
demandantes, concluyendo que era una situación grave de derechos humanos. Le
ordenó al Estado la adecuación de un plan de vigilancia de la salud de los
afectados, que consistía en darles un diagnóstico y tratamiento médico. Sin
embargo, hasta ahora el Estado no ha cumplido”, puntualiza Puentes.
En las evaluaciones realizadas en Lima se concluyó que la mayoría de
las personas estaban intoxicadas con plomo, cadmio y arsénico. “Habían niños
con problemas respiratorios relacionados directamente con la absorción de
dióxido de azufre. Algunos tenían afectaciones a la piel, verrugas y
sarpullidos. Otros presentaban problemas de comportamiento, se dormían en clase
o estaban inquietos, conductas que están relacionados directamente con la
absorción de plomo. Las evaluaciones quedaron en el diagnóstico. Nunca se
hicieron mayores estudios”, dice Puentes.
Lo que hizo el Ministerio de Salud fue darles tratamiento de manera
simbólica. “Nos llevaron a Lima, nos hospedaron en un hotel, nos llevaron a
distintos centros médicos, nos tomaron muestras de sangre y finalmente nos
dieron una hoja con nuestros diagnósticos y ahí quedó. No hubo tratamiento ni seguimiento de los casos de
contaminación. El Estado se ha burlado, por eso hemos decidido ya no volver a sacarnos
más muestras de sangre, ¿para qué?”, señala.
M.F es otro de los oroyinos afectados que decidió hablar, su hijo de cuatro años aún exhibe algunas manchas blancas
en las mejillas. “Es por el plomo”, nos dice. Sus otros niños tienen granitos
en la piel, hipersensibilidad, problemas respiratorios: faringitis, bronquitis,
amigdalitis. Sus tres hijos arrojaron altos niveles de plomo en la sangre. No
han recibido ningún tipo de tratamiento por parte del Estado. Él corre con los
gastos, el tratamiento de las afecciones
respiratorias le cuesta aproximadamente 300 soles, y una consulta con el dermatólogo cuesta 80 soles. “El que más nos
ha perjudicado ha sido el Estado. Las leyes peruanas han sido muy
contemplativas para las empresas que contaminan. No les han puesto ningún
límite”, dice.
M.C. y M.F. estuvieron presentes el 2004 cuando se realizó el primer
censo hemático en La Oroya. “De 788 niños uno sólo tenía 10 microgramos por
decilitro (µg/dl) de plomo en la sangre. Cinco de ellos sobrepasaron los 70
µg/dl”, dice M.C. “Nadie hizo nada por esos niños. Doe Run los solía llevar
lejos de la ciudad por un día, los alimentaba, les enseñaban a lavarse las
manos y luego los retornaba a la ciudad, nuevamente a la contaminación”, añade.
Ante la pasividad del Estado M.C. y M.F. acudieron ante la CIDH para
hacer respetar los derechos fundamentales de toda persona humana, como es el
derecho a la salud. “Cuando uno no tiene conocimiento de los daños, uno puede
respirar aire contaminado y pensar que es cotidiano. Cuando me enteré que el
gas que salía de la fundición no era sólo humo negro sino que venía contaminado
con plomo, arsénico y cadmio, decidí denunciarlo, aunque ahora me cueste mi
tranquilidad. La población aún no es consciente de los daños. Vivíamos bajo una
chimenea que prácticamente nos estaba envenenando. El Estado nunca implementó
ninguna acción para proteger nuestra salud y la de nuestros hijos”, termina
M.F.
M.C. recuerda que cuando tomó conciencia del peligro decidió hacer
respetar sus derechos como ciudadano ante el Estado. “Lastimosamente, para la
mayoría de la gente de La Oroya, la contaminación que genera la fundición es algo normal”, sostiene.
Según AIDA, “en 2007, la CIDH ordenó implementar medidas cautelares
para prevenir el daño a la salud, la integridad y la vida de la población de La
Oroya, solicitó al Estado peruano diagnosticar y proveer de tratamiento médico
especializado al grupo de personas que representamos. Debido a que el Estado
fue lento en su respuesta, la CIDH se reunió con las partes en el 2008 y 2009,
y le reiteró -al Estado peruano- la necesidad de implementar las medidas
apropiadas, las que se viene dando de manera parcial y que demoró
injustificadamente el cumplimiento de la decisión del Tribunal Constitucional
de 2006, por lo que podría estar violando los derechos de las personas, como el
acceso a la justicia y a las soluciones nacionales efectivas”. Ante el
inminente reinicio de las operaciones de la fundición, los afectados dicen que
darán el siguiente paso: llevarán esta vez su demanda ante la Corte Interamericana
de Derechos Humanos, así se harían escuchar.
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